2 de noviembre de 1836
En atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no deja de contribuir a esta especie de felicidad que dentro de mí mismo me he formado, no tengo muy presente en qué artículo escribí (en los tiempos en que yo escribía) que vivía en un perpetuo asombro de cuantas cosas a mi vista se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito tal cosa en ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a un lado por harto poco importante en época en que nadie parece acordarse de lo que ha dicho ni de lo que otros han hecho. Pero suponiendo que así fuese, hoy, día de difuntos de 1836, declaro que si tal dije, es como si nada hubiera dicho, porque en la actualidad maldito si me asombro de cosa alguna. He visto tanto, tanto, tanto... como dice alguien en El Califa. Lo que sí me sucede es no comprender claramente todo lo que veo, y así es que al amanecer un día de difuntos no me asombra precisamente que haya tantas gentes que vivan; sucédeme, sí, que no lo comprendo.En esta duda estaba deliciosamente entretenido el día de los Santos, y fundado en el antiguo refrán que dice: Fíate en la Virgen y no corras (refrán cuyo origen no se concibe en un país tan eminentemente cristiano como el nuestro), encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de aquellas melancolías de que sólo un liberal español en estas circunstancias puede formar una idea aproximada. Quiero dar una idea de esta melancolía, un hombre que cree en la amistad y llega a verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de una mujer, un heredero cuyo tío indiano muere de repente sin testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene asignada pensión sobre el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas elecciones, un militar que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha quedado sin pierna y sin Estatuto, un grande que fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado sólo liberal, un general constitucional que persigue a Gómez, imagen fiel del hombre corriendo siempre tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un redactor del Mundo en la cárcel en virtud de la libertad de imprenta, un ministro de España y un Rey, en fin, constitucional, son todos seres alegres y bulliciosos, comparada su melancolía con aquélla que a mí me acosaba, me oprimía y me abrumaba en el momento de que voy hablando.
Volvíame y me revolvía en un sillón de estos que parecen camas,
sepulcro de todas mis meditaciones, y ora me daba palmadas en la
frente, como si fuese mi mal mal de casado, ora sepultaba las
manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si
mis faltriqueras fueran el pueblo español y mis dedos otros tantos
Gobiernos, ora alzaba la vista al cielo como si en calidad de
liberal no me quedase más esperanza que en él, ora la bajaba
avergonzado como quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre
y monótono, semejante al ruido de los partes, vino a sacudir mi
entorpecida existencia.
-¡Día de difuntos!- exclamé.
Y el bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la
ausencia eterna de los que han sido, parecía vibrar más lúgubre
que ningún año, como si presagiase su propia muerte. Ellas
también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus tristes
acentos son el estertor del moribundo; ellas también van a morir a
manos de la libertad, que todo lo vivifica, y ellas serán las
únicas en España ¡santo Dios! que morirán colgadas. ¡Y hay
justicia divina!
La melancolía llegó entones a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado una situación, ocurrióme de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión...
-¡Fuera, exclamé, fuera! - como si estuviera viendo representar a un actor español-: ¡fuera!-, como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojéme a la calle; pero en realidad con la misma calma y despacio como si tratase de cortar la retirada a Gómez.
Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga
procesión, serpenteando de unas en otras como largas culebras de
infinitos colores:
¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas
de Madrid!
Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio?
¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé
a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el
cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de
una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada
corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.
Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la
mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda
la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande
osario.
-¡Necios!- decía a los transeuntes-. ¿Os movéis para ver
muertos? ¿No tenéis espejos por ventura. ¿Ha acabado también
Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros
mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais
a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois
los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen
libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte;
ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán
alistados, ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados;
ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del
cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta,
porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que
ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en
fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la
Naturaleza que allí los puso, y ésa la obedecen.
-¿Qué monumento es éste?- exclamé al comenzar mi paseo por el
vasto cementerio-. ¿Es él mismo un esqueleto inmenso de los siglos
pasados o la tumba de otros esqueletos? ¡Palacio! Por un lado
mira a Madrid, es decir a las demás tumbas; por otro mira a
Extremadura, esa provincia virgen... como se ha llamado hasta
ahora. Al llegar aquí me acordé del verso de Quevedo:
Y ni los v... ni los diablos veo.
En el frontispicio decía: "Aquí yace el trono; nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire colado." En el basamento se veían cetro y corona y demás
ornamentos de la dignidad real. La Legitimidad, figura colosal de
mármol negro, lloraba encima. Los muchachos se habían divertido
en tirarle piedras, y la figura maltratada llevaba sobre sí las
muestras de la ingratitud.
¿Y este mausoleo a la izquierda? La armería. Leamos:
Aquí yace el valor castellano, con todos sus pertrechos.
R.I.P.
Los Ministerios: Aquí yace media España; murió de la otra
media.
Doña María de Aragón: aquí yacen los tres años.
Y podía haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el
cuerpo no estaba en el sarcófago; una nota al pie decía:
El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23, y allí
por descuido cayó al mar.
Y otra añadía, más moderna sin duda: Y resucitó al tercero
día.
Más allá: ¡santo Dios! Aquí yace la inquisición, hija de la
fe y del fanatismo: murió de vejez. Con todo, anduve buscando
alguna nota de resurrección: o todavía no la habían puesto, o no
se debía de poner nunca.
Alguno de los que se entretienen en poner letreros en las
paredes había escrito, sin embargo, con yeso en una esquina, que
no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de borrarse:
Gobernación. ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las
paredes! Ni los sepulcros respetan.
¿Qué es esto? ¡La cárcel! Aquí reposa la libertad del
pensamiento. ¡Dios mío, en España, en el país ya educado para
instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre
epitafio y añadí, involuntariamente:
Aquí el pensamiento reposa,
En su vida hizo otra cosa.
Dos redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de
esta grande urna. Se veían en el relieve una cadena, una mordaza
y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los escritores o
la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser.
La calle de Postas, la calle de la Montera. Estos no son
sepulcros. Son osarios, donde, mezclados y revueltos, duermen el
comercio, la industria, la buena fe, el negocio.
Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat!
Correos. ¡Aquí yace la subordinación militar!
Una figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en
la boca; en la otra mano una especie de jeroglífico hablaba por
ella: una disciplina rota.
Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino
de mentiras.
La Bolsa. Aquí yace el crédito español. Semejante a las
pirámides de Egipto, me pregunté, ¡es posible que se haya eregido
este edificio sólo para enterrar en él una cosa tan pequeña!
La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, este
es el sepulcro de la verdad. Unica tumba de nuestro país donde a
uso de Francia vienen los concurrentes a echar flores.
La Victoria. Esa yace para nosotros en toda España. Allí no
había epitafio, no había monumento. Un pequeño letrero que el más
ciego podía leer decía sólo: ¡Este terreno le ha comprado a
perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de
conventos!
¡Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy!
¿Irá otro tanto de hoy a mañana?
Los teatros. Aquí reposan los ingenios españoles. ¡Ni una
flor, ni un recuerdo, ni una inscripción.
El Salón de Cortes. Fue casa del Espúritu Santo; pero ya el
Espíritu Santo no baja al mundo en lenguas de fuego.
Aquí yace el Estatuto.
Vivió y murió en un minuto.
Sea por muchos años, añadí, que sí será: éste debió de ser
raquítico, según lo poco que vivió.
El Estamento de Próceres. Allá en el Retiro. Cosa singular.
¡Y no hay un Ministerio que dirija las cosas del mundo, no hay una
inteligencia provisora, inexplicable! Los próceres y su sepulcro
en el Retiro.
El sabio en su retiro y villano en su rincón.
Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí.
Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte
próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado,
intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa
capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la
ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro; una inmensa lápida
se disponía a cubrirle como una ancha tumba.
No había aquí yace todavía; el escultor no quería mentir;
pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente
delineados.
¡Fuera, exclamé, la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia! Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.
Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.
¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quiéen ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!
¡Silencio, silencio!
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